El jueves 6 de noviembre fuimos al
Cortijo Moreno a ver la exposición la vuelta al mundo en 80
libros, una escritora que nos a enseñado un juego de adivinar
preguntas y teníamos que adivinar una palabra y la palabra era
Nefertitis.
Después fuimos al Polo Norte, en Polo
Norte había pingüinos y un Esquimal pero el Esquimal era Jose que
lo habían disfrazado.
Mas tarde, fuimos a China, en China
nos contaron un cuento de sombras chinescas.
Luego fuimos a Egipto, en Egipto vimos
a una faraona, la faraona era Nefertitis.
Luego fuimos a la india en la india.
Y también vimos en África la selva.
Fuimos al lejano oeste.
En Nueva York vimos la Estatua de la
Libertad y nuestra visita acabo aquí.
(Esther)
El cuento que nos contaron con un pequeño teatro de sombras fue el cuento de Hans Christian Andersen "El ruiseñor" del que he encontrado esta versión:
En
China, como sabes muy bien, el Emperador es chino, y chinos son todos
los que lo rodean. Hace ya muchos años de lo que voy a contar, mas
por eso precisamente vale la pena que lo oigan, antes de que la
historia se haya olvidado.
El
palacio del Emperador era el más espléndido del mundo entero, todo
él de la más delicada porcelana. Todo en él era tan precioso y
frágil, que había que ir con mucho cuidado antes de tocar nada. El
jardín estaba lleno de flores maravillosas, y de las más bellas
colgaban campanillas de plata que sonaban para que nadie pudiera
pasar de largo sin fijarse en ellas. Sí, en el jardín imperial todo
estaba muy bien pensado, y era tan extenso que el propio jardinero no
tenía idea de dónde terminaba. Si seguías andando, te encontrabas
en el bosque más espléndido que quepa imaginar, lleno de altos
árboles y profundos lagos. Aquel bosque llegaba hasta el mar hondo y
azul; grandes embarcaciones podían navegar por debajo de las ramas,
y allí vivía un ruiseñor que cantaba tan primorosamente, que
incluso el pobre pescador, a pesar de sus muchas ocupaciones, cuando
por la noche salía a retirar las redes, se detenía a escuchar sus
trinos.
—¡Dios
santo, y qué hermoso! —exclamaba; pero luego tenía que atender a
sus redes y olvidarse del pájaro hasta la noche siguiente, en que,
al llegar de nuevo al lugar, repetía—: ¡Dios santo, y qué
hermoso!
De
todos los países llegaban viajeros a la ciudad imperial, y admiraban
el palacio y el jardín; pero en cuanto oían al ruiseñor,
exclamaban:
—¡Esto
es lo mejor de todo!
De
regreso a sus tierras los viajeros hablaban de él, y los sabios
escribían libros y más libros acerca de la ciudad, del palacio y
del jardín, pero sin olvidarse nunca del ruiseñor, al que ponían
por las nubes; y los poetas componían inspiradísimos poemas sobre
el pájaro que cantaba en el bosque, junto al profundo lago.
Aquellos
libros se difundieron por el mundo, y algunos llegaron a manos del
Emperador. Se hallaba sentado en su sillón de oro, leyendo y
leyendo; de vez en cuando hacía con la cabeza un gesto de
aprobación, pues le satisfacía leer aquellas magníficas
descripciones de la ciudad, del palacio y del jardín. «Pero lo
mejor de todo es el ruiseñor», decía el libro.
«¿Qué
es esto? —pensó el Emperador—. ¿El ruiseñor? Jamás he oído
hablar de él. ¿Es posible que haya un pájaro así en mi imperio, y
precisamente en mi jardín? Nadie me ha informado. ¡Está bueno que
uno tenga que enterarse de semejantes cosas por los libros!»
Y
mandó llamar al mayordomo de palacio, un personaje tan importante,
que cuando una persona de rango inferior se atrevía a dirigirle la
palabra o hacerle una pregunta, se limitaba a contestarle: «¡P!».
Y esto no significa nada.
—Según
parece, hay aquí un pájaro de lo más notable, llamado ruiseñor
—dijo el Emperador—. Se dice que es lo mejor que existe en mi
imperio; ¿por qué no se me ha informado de este hecho?
—Es
la primera vez que oigo hablar de él —se justificó el mayordomo—.
Nunca ha sido presentado en la Corte.
—Pues
ordeno que acuda esta noche a cantar en mi presencia —dijo el
Emperador—. El mundo entero sabe lo que tengo, menos yo.
—Es
la primera vez que oigo hablar de él —repitió el mayordomo—. Lo
buscaré y lo encontraré.
¿Encontrarlo?,
¿dónde? El dignatario se cansó de subir y bajar escaleras y de
recorrer salas y pasillos. Nadie de cuantos preguntó había oído
hablar del ruiseñor. Y el mayordomo, volviendo al Emperador, le dijo
que se trataba de una de esas fábulas que suelen imprimirse en los
libros.
—Vuestra
Majestad Imperial no debe creer todo lo que se escribe; son fantasías
y una cosa que llaman magia negra.
—Pero
el libro en que lo he leído me lo ha enviado el poderoso Emperador
del Japón —replicó el Soberano—; por tanto, no puede ser
mentiroso. Quiero oír al ruiseñor. Que acuda esta noche a mi
presencia para cantar bajo mi especial protección. Si no se presenta
mandaré que todos los cortesanos sean pateados en el estómago
después de cenar.
—¡Tsing—pe!
—dijo el mayordomo; y vuelta a subir y bajar escaleras y a recorrer
salas y pasillos, y media Corte con él, pues a nadie le hacía
gracia que le patearan el estómago. Y todo era preguntar por el
notable ruiseñor, conocido por todo el mundo menos por la Corte.
Finalmente
dieron en la cocina con una pobre muchachita que exclamó:
—¡Dios
mío! ¿El ruiseñor? ¡Claro que lo conozco! ¡qué bien canta!
Todas las noches me dan permiso para que lleve algunas sobras de
comida a mi pobre madre que está enferma. Vive allá en la playa, y
cuando estoy de regreso me paro a descansar en el bosque y oigo
cantar al ruiseñor. Y oyéndolo se me vienen las lágrimas a los
ojos como si mi madre me besase. Es un recuerdo que me estremece de
emoción y dulzura.
—Pequeña
fregaplatos —dijo el mayordomo—, te daré un empleo fijo en la
cocina y permiso para presenciar la comida del Emperador, si puedes
traernos al ruiseñor; está citado para esta noche.
Todos
se dirigieron al bosque, al lugar donde el pájaro solía situarse;
media Corte tomaba parte en la expedición. Avanzaban a toda prisa,
cuando una vaca se puso a mugir.
—¡Oh!
—exclamaron los cortesanos—. ¡Ya lo tenemos! ¡Qué fuerza para
un animal tan pequeño! Ahora que caigo en ello, no es la primera vez
que lo oigo.
—No,
eso es una vaca que muge —dijo la fregona Aún tenemos que andar
mucho.
Luego
oyeron las ranas croando en una charca.
—¡Magnífico!
—exclamó un cortesano—. Ya lo oigo, suena como las campanillas
de la iglesia.
—No,
eso son ranas —contestó la muchacha—. Pero creo que no
tardaremos en oírlo.
Y
en seguida el ruiseñor se puso a cantar.
—¡Es
él! —dijo la niña—. ¡Escuchen, escuchen! ¡Allí está! —y
señaló un avecilla gris posada en una rama.
—¿Es
posible? —dijo el mayordomo—. Jamás lo habría imaginado así.
¡Qué vulgar! Seguramente habrá perdido el color, intimidado por
unos visitantes tan distinguidos.
—Mi
pequeño ruiseñor —dijo en voz alta la muchachita—, nuestro
gracioso Soberano quiere que cantes en su presencia.
—¡Con
mucho gusto! — respondió el pájaro, y reanudó su canto que daba
gloria oírlo.
—¡Parecen
campanitas de cristal! —observó el mayordomo.
—¡Miren
cómo se mueve su garganta! Es raro que nunca lo hubiésemos visto.
Causará sensación en la Corte.
—¿Quieren
que vuelva a cantar para el Emperador? —preguntó el pájaro, pues
creía que el Emperador estaba allí.
—Mi
pequeño y excelente ruiseñor —dijo el mayordomo— tengo el honor
de invitarlo a una gran fiesta en palacio esta noche, donde podrá
deleitar con su magnífico canto a Su Imperial Majestad.
—Suena
mejor en el bosque —objetó el ruiseñor; pero cuando le dijeron
que era un deseo del Soberano, los acompañó gustoso.
En
palacio todo había sido pulido y fregado. Las paredes y el suelo,
que eran de porcelana, brillaban a la luz de millares de lámparas de
oro; las flores más exquisitas, con sus campanillas, habían sido
colocadas en los corredores; las idas y venidas de los cortesanos
producían tales corrientes de aire que las campanillas no cesaban de
sonar y uno no oía ni su propia voz.
En
medio del gran salón donde el Emperador estaba, habían puesto una
percha de oro para el ruiseñor. Toda la Corte estaba presente, y la
pequeña fregona había recibido autorización para situarse detrás
de la puerta, pues tenía ya el título de cocinera de la Corte. Todo
el mundo llevaba sus vestidos de gala, y todos los ojos estaban fijos
en la avecilla gris, a la que el Emperador hizo signo de que podía
empezar.
El
ruiseñor cantó tan deliciosamente que las lágrimas acudieron a los
ojos del Soberano; y cuando el pájaro las vio rodar por sus
mejillas, volvió a cantar mejor aún, hasta llegarle al alma. El
Emperador quedó tan complacido que dijo que regalaría su chinela de
oro al ruiseñor para que se la colgase al cuello. Mas el pájaro le
dio las gracias, diciéndole que ya se consideraba suficientemente
recompensado.
—He
visto lágrimas en los ojos del Emperador; éste es para mí el mejor
premio. Las lágrimas de un rey poseen una virtud especial. Dios sabe
que he quedado bien recompensado —y reanudó su canto con su dulce
y melodiosa voz.
—¡Es
la lisonja más amable y graciosa que he escuchado en mi vida!
—exclamaron las damas presentes; y todas se fueron a llenarse la
boca de agua para gargarizar cuando alguien hablase con ellas; pues
creían que también ellas podían ser ruiseñores. Sí, hasta los
lacayos y las camareras expresaron su aprobación, y esto es decir
mucho, pues son siempre más difíciles de contentar. Realmente el
ruiseñor causó sensación.
Se
quedaría en la Corte, en una jaula particular, con libertad para
salir dos veces durante el día y una durante la noche. Pusieron a su
servicio diez criados, a cada uno de los cuales estaba sujeto por
medio de una cinta de seda que le ataron alrededor de la pierna. La
verdad es que no eran precisamente de placer aquellas excursiones.
La
ciudad entera hablaba del notabilísimo pájaro, y cuando dos se
encontraban, se saludaban diciendo el uno: «Rui» y respondiendo el
otro: «Señor»; luego exhalaban un suspiro, indicando que se habían
comprendido. Hubo incluso once verduleras que pusieron su nombre a
sus hijos, pero ni uno de ellos resultó capaz de dar una nota.
Un
buen día el Emperador recibió un gran paquete rotulado: «El
ruiseñor».
—He
aquí un nuevo libro acerca de nuestro famoso pájaro —exclamó el
Emperador. Pero resultó que no era un libro, sino un pequeño
ingenio puesto en una jaula, un ruiseñor artificial, imitación del
vivo, pero cubierto materialmente de diamantes, rubíes y zafiros.
Sólo había que darle cuerda y se ponía a cantar una de las
melodías que cantaba el de verdad, levantando y bajando la cola,
todo él un ascua de plata y oro. Llevaba una cinta atada al cuello y
en ella estaba escrito: «El ruiseñor del Emperador del Japón es
pobre en comparación con el del Emperador de la China».
—¡Soberbio!
—exclamaron todos, y el emisario que había traído el ave
artificial recibió inmediatamente el título de Gran Portador
Imperial de Ruiseñores.
—Ahora
van a cantar juntos. ¡Qué dúo harán!
Y
los hicieron cantar a dúo; pero la cosa no marchaba, pues el
ruiseñor auténtico lo hacía a su manera y el artificial iba con
cuerda.
—No
se le puede reprochar —dijo el Director de la Orquesta Imperial—;
mantiene el compás exactamente y sigue mi método al pie de la
letra.
En
adelante, el pájaro artificial tuvo que cantar solo. Obtuvo tanto
éxito como el otro; además, era mucho más bonito, pues brillaba
como un puñado de pulseras y broches.
Repitió
treinta y tres veces la misma melodía, sin cansarse, y los
cortesanos querían volver a oírla de nuevo, pero el Emperador opinó
que también el ruiseñor verdadero debía cantar algo. Pero, ¿dónde
se había metido? Nadie se había dado cuenta de que, saliendo por la
ventana abierta, había vuelto a su verde bosque.
—¿Qué
significa esto? —preguntó el Emperador. Y todos los cortesanos se
deshicieron en reproches e improperios, tachando al pájaro de
desagradecido—. Por suerte nos queda el mejor —dijeron, y el ave
mecánica hubo de cantar de nuevo, repitiendo por trigésimo cuarta
vez la misma canción; pero como era muy difícil no había modo de
que los oyentes se la aprendieran. El Director de la Orquesta
Imperial se hacía lenguas del arte del pájaro, asegurando que era
muy superior al verdadero, no sólo en lo relativo al plumaje y la
cantidad de diamantes, sino también interiormente.
—Pues
fíjense Vuestras Señorías, y especialmente Su Majestad, que con el
ruiseñor de carne y hueso nunca se puede saber qué es lo que va a
cantar. En cambio, en el artificial todo está determinado de
antemano. Se oirá tal cosa y tal otra, y nada más. En él todo
tiene su explicación: se puede abrir y poner de manifiesto cómo
obra la inteligencia humana, viendo cómo están dispuestas las
ruedas, cómo se mueven, cómo una se engrana con la otra.
—Eso
pensamos todos —dijeron los cortesanos, y el Director de la
Orquesta Imperial fue autorizado para que el próximo domingo
mostrara el pájaro al pueblo—. Todos deben oírlo cantar —dijo
el Emperador; y así se hizo, y quedó la gente tan satisfecha como
si se hubiesen emborrachado con té, pues así es como lo hacen los
chinos; y todos gritaron: «¡Oh!», y levantando el dedo índice se
inclinaron profundamente. Mas los pobres pescadores que habían oído
al ruiseñor auténtico, dijeron:
—No
está mal; las melodías se parecen, pero le falta algo, no sé qué…
El
ruiseñor de verdad fue desterrado del país.
El
pájaro mecánico estuvo en adelante junto a la cama del Emperador,
sobre una almohada de seda; todos los regalos con que había sido
obsequiado —oro y piedras preciosas— estaban dispuestos a su
alrededor, y se le había conferido el título de Primer Cantor de
Cabecera Imperial, con categoría de número uno al lado izquierdo.
Pues el Emperador consideraba que este lado era el más noble, por
ser el del corazón, que hasta los emperadores tienen a la izquierda.
Y el Director de la Orquesta Imperial escribió una obra de
veinticinco tomos sobre el pájaro mecánico; tan larga y erudita,
tan llena de las más difíciles palabras chinas, que todo el mundo
afirmó haberla leído y entendido, pues de otro modo habrían pasado
por tontos y recibido patadas en el estómago.
Así
transcurrieron las cosas durante un año; el Emperador, la Corte y
todos los demás chinos se sabían de memoria el trino de canto del
ave mecánica, y precisamente por eso les gustaba más que nunca;
podían imitarlo y lo hacían. Los golfillos de la calle cantaban:
«¡tsitsii, cluclucluk!», y hasta el Emperador hacía coro. Era de
veras divertido.
Pero
he aquí que una noche, estando el pájaro en pleno canto, el
Emperador, que estaba ya acostado, oyó de pronto un «¡crac!» en
el interior del mecanismo; algo había saltado. «¡Schnurrrr!», se
escapó la cuerda, y la música cesó.
El
Emperador saltó de la cama y mandó llamar a su médico de cabecera;
pero, ¿qué podía hacer el hombre? Entonces fue llamado el
relojero, quien tras largos discursos y manipulaciones arregló un
poco el ave; pero manifestó que debían andarse con mucho cuidado
con ella y no hacerla trabajar demasiado, pues los pernos estaban
gastados y no era posible sustituirlos por otros nuevos que
asegurasen el funcionamiento de la música. ¡Qué desolación! Desde
entonces sólo se pudo hacer cantar al pájaro una vez al año, y aun
esto era una imprudencia; pero en tales ocasiones el Director de la
Orquesta Imperial pronunciaba un breve discurso, empleando aquellas
palabras tan intrincadas, diciendo que el ave cantaba tan bien como
antes, y no hay que decir que todo el mundo se manifestaba de
acuerdo.
Pasaron
cinco años, cuando he aquí que una gran desgracia cayó sobre el
país. Los chinos querían mucho a su Emperador, el cual estaba ahora
enfermo de muerte. Ya había sido elegido su sucesor, y el pueblo, en
la calle, no cesaba de preguntar al mayordomo de Palacio por el
estado del anciano monarca.
—¡P!
—respondía éste, sacudiendo la cabeza.
Frío
y pálido yacía el Emperador en su grande y suntuoso lecho. Toda la
Corte lo creía ya muerto y cada cual se apresuraba a ofrecer sus
respetos al nuevo soberano. Los camareros de palacio salían
precipitadamente para hablar del suceso, y las camareras se reunieron
en un té muy concurrido. En todos los salones y corredores habían
tendido paños para que no se oyera el paso de nadie, y así reinaba
un gran silencio.
Pero
el Emperador no había expirado aún; permanecía rígido y pálido
en la lujosa cama, con sus largas cortinas de terciopelo y macizas
borlas de oro. Por una ventana que se abría en lo alto de la pared,
la luna enviaba sus rayos que iluminaban al Emperador y al pájaro
mecánico.
El
pobre Emperador jadeaba con gran dificultad; era como si alguien se
le hubiera sentado sobre el pecho. Abrió los ojos y vio que era la
Muerte, que se había puesto su corona de oro en la cabeza y sostenía
en una mano el dorado sable imperial, y en la otra, su magnífico
estandarte. En torno, por los pliegues de los cortinajes asomaban
extravías cabezas, algunas horriblemente feas, otras de expresión
dulce y apacible: eran las obras buenas y malas del Emperador, que lo
miraban en aquellos momentos en que la muerte se había sentado sobre
su corazón.
—¿Te
acuerdas de tal cosa? —murmuraban una tras otra—. ¿Y de tal
otra? —Y le recordaban tantas, que al pobre le manaba el sudor de
la frente.
—¡Yo
no lo sabía! —se excusaba el Emperador—. ¡Música, música!
¡Que suene el gran tambor chino —gritó— para no oír todo eso
que dicen!
Pero
las cabezas seguían hablando y la Muerte asentía con la cabeza, al
modo chino, a todo lo que decían.
—¡Música,
música! —gritaba el Emperador—. ¡Oh tú, pajarillo de oro,
canta, canta! Te di oro y objetos preciosos, con mi mano te colgué
del cuello mi chinela dorada. ¡Canta, canta ya!
Mas
el pájaro seguía mudo, pues no había nadie para darle cuerda, y la
Muerte seguía mirando al Emperador con sus grandes órbitas vacías;
y el silencio era lúgubre.
De
pronto resonó, procedente de la ventana, un canto maravilloso. Era
el pequeño ruiseñor vivo, posado en una rama. Enterado de la
desesperada situación del Emperador, había acudido a traerle
consuelo y esperanza; y cuanto más cantaba, más palidecían y se
esfumaban aquellos fantasmas, la sangre afluía con más fuerza a los
debilitados miembros del enfermo, e incluso la Muerte prestó oídos
y dijo:
—Sigue,
lindo ruiseñor, sigue.
—Sí,
pero, ¿me darás el magnífico sable de oro? ¿Me darás la rica
bandera? ¿Me darás la corona imperial?
Y
la Muerte le fue dando aquellos tesoros a cambio de otras tantas
canciones, y el ruiseñor siguió cantando, cantando del silencioso
camposanto donde crecen las rosas blancas, donde las lilas exhalan su
aroma y donde la hierba lozana es humedecida por las lágrimas de los
supervivientes. La Muerte sintió entonces nostalgia de su jardín y
salió por la ventana, flotando como una niebla blanca y fría.
—¡Gracias,
gracias! —dijo el Emperador—. ¡Bien te conozco, avecilla
celestial! Te desterré de mi reino; sin embargo, con tus cantos has
alejado de mi lecho los malos espíritus, has ahuyentado de mi
corazón la Muerte. ¿Cómo podré recompensarte?
—Ya
me has recompensado —dijo el ruiseñor—. Arranqué lágrimas a
tus ojos la primera vez que canté para ti; esto no lo olvidaré
nunca, pues son las joyas que contentan al corazón de un cantor.
Pero ahora duerme y recupera las fuerzas, que yo seguiré cantando.
Así
lo hizo, y el Soberano quedó sumido en un dulce sueño; ¡qué sueño
tan dulce y tan reparador!
El
sol entraba por la ventana cuando el Emperador se despertó, sano y
fuerte. Ninguno de sus criados había vuelto aún, pues todos lo
creían muerto. Sólo el ruiseñor seguía cantando en la rama.
—¡Nunca
te separarás de mi lado! —le dijo el Emperador—. Cantarás
cuando te apetezca; y en cuanto al pájaro mecánico, lo romperé en
mil pedazos.
—No
lo hagas —suplicó el ruiseñor—. Él cumplió su misión
mientras pudo; guárdalo como hasta ahora. Yo no puedo anidar ni
vivir en palacio, pero permíteme que venga cuando se me ocurra;
entonces me posaré junto a la ventana y te cantaré para que estés
contento y reflexiones. Te cantaré de los felices y también de los
que sufren; y del mal y del bien que se hace a tu alrededor sin tú
saberlo. Tu pajarillo cantor debe volar a lo lejos, hasta la cabaña
del pobre pescador, hasta el tejado del campesino, hacia todos los
que residen apartados de ti y de tu Corte. Prefiero tu corazón a tu
corona… aunque la corona exhala cierto olor a cosa santa. Volveré
a cantar para ti. Pero debes prometerme una cosa.
—¡Lo
que quieras! —dijo el Emperador, incorporándose en su ropaje
imperial, que ya se había puesto, y oprimiendo contra su corazón el
pesado sable de oro.
—Una
cosa te pido: que no digas a nadie que tienes un pajarito que te
cuenta todas las cosas. ¡Saldrás ganando!
Y
se echó a volar.
Entraron
los criados a ver a su difunto Emperador. Entraron, sí, y el
Emperador les dijo: ¡Buenos días!
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